Tinta fresca
Rodrigo Soto G
Jamás escuché la tos de esa señora alemana, y sin embargo aquí estoy, casi ochenta años después, evocándola y escribiendo sobre ella. Ni siquiera sé dónde quedó grabada, pero te aseguro que existió, que esto que te cuento es verdad, allá por los años veinte, una señora cuyo rostro nunca veremos, tosió leve, muy levemente, y que esa tos quedó grabada. Luego, muchas personas escucharon esa grabación, y sin duda, la mayoría oyó la tos sin reparar en ella.
Ahora que lo pienso, no sé por qué digo que era un concierto al aire libre. De eso no estoy seguro. Sin embargo, tengo la sensación de que el concierto se realizó una noche de diciembre, y que hacía frío; probablemente por eso, la señora tosió. A ella la imagino baja y gordita, con un sobre todo negro y una boina azul cruzada sobre el pelo, la cartera de cuero apretada contra su pecho. Pero esas son cosas de mi imaginación. ¿Estaba sola? ¿La acompañaba alguien? ¿Era feliz? No lo sabemos. Tampoco sabemos su nombre, ni la suerte que corrió durante la Segunda Guerra Mundial, cuyos horrores entonces se gestaban.
Es probable que fuera un concierto de jazz, aunque también pudo tratarse de una obra de música clásica (quizá, una obra vanguardista de los años veinte...) No lo sé. Pero hubo un momento de silencio entre dos compases, dos piezas o dos movimientos, y durante ese instante, la tos tímida y quebradiza de esa señora alemana, fue lo único que se escuchó. Luego la música se reanudó, el concierto siguió su curso hasta el final, y la gente del público regresó a sus casas, a sus vidas, a sus muertes.
La grabación salió a la venta en forma de acetato, y Julio Cortázar, que era amante de la música, y muy en especial del jazz, obtuvo, años después, una copia de esa grabación. No sé si el concierto le gustaba poco o mucho, si oía el disco a menudo o rara vez; lo que puedo decirte, es que él reparó en la tos de aquella señora alemana. Escuchó esa tos y escribió un artículo con el mismo título de este que ahora estás leyendo.
Era el inicio de los años 80 y yo era un muchacho con los ojos desmesuradamente abiertos.
Leí el artículo con la avidez con que leía entonces todo lo que escribía Cortázar. Aunque pasé por alto los detalles, comprendí que el sentido general del texto era rescatar el gesto mínimo, insignificante, de aquella tos; Cortázar lo aislaba del torrente del tiempo, y hacía que la tos viviera un instante en nuestra imaginación. Por supuesto, hacía esto con la inteligencia y la sensibilidad que lo caracterizaron. Leí el artículo y lo olvidé, o creí olvidarlo durante casi veinte años. Sin embargo, la tos de aquella señora alemana siguió resonando secretamente en mi interior. Tanto, que en estos días, sin motivo alguno, sin razón aparente, he pensado en ella hasta el punto de estar ahora aquí, contándote estas cosas sin importancia.
Pienso en la tos de aquella señora alemana, rescatada, preservada, aislada del horror del tiempo, como la hoja que cayó del árbol y guardamos entre las páginas de un libro, o como la pluma que un día nos encontramos en el parque, esas cosas nimias que vistas al cabo de los años adquieren una relevancia que no conseguimos explicarnos.
Pienso en Julio Cortázar, en mi admiración y gratitud por sus libros, y reparo en la paradoja, en el acertijo, de que sea así, por la tos de aquella señora alemana, como lo evoque y venga ahora a estas páginas.
No creo que sirva de nada, ni que en esto se encierre alguna enseñanza ni cosa de provecho, pero me gustaría que vos también supieras de la tos de aquella señora alemana. Sólo tengo estas palabras para decirte que todo esto ocurrió; que alguna vez en Berlín hubo un concierto y una grabación, la tos de una señora alemana y un artículo de Cortázar que no olvido. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «La tos de una señora alemana» Revista dominical, La Nación. 1 de noviembre de 1998. Página 23