Tinta fresca
Rodrigo Soto G
Durante toda su vida, padeció de una grave enfermedad. Aunque dolorosa y molesta, existía un tratamiento que la hacía un poco más llevadera, al menos mientras se inventaba un remedio definitivo. Como la enfermedad fue diagnosticada hace muchos años, los medicamentos se hicieron parte de su rutina diaria, al punto de que los tomaba casi sin darse cuenta, y pasaba semanas y hasta meses sin acordarse de su enfermedad. Pero de un tiempo para acá comenzó a sentirse mal. Tras algunos exámenes, se hizo evidente que los medicamentos que tomaba habían empezado a causarle problemas. De un día para otro, dejó de tomarlos, con la esperanza de recuperar así la salud perdida. Durante los primeros días se sintió estupendamente, ¡Ya había olvidado lo que era vivir sin los engorrosos síntomas! Pero fue un alegrón de burro, porque muy pronto reaparecieron los males y padecimientos de su vieja y terrible enfermedad, a la que, en medio de todo este ajetreo, había olvidado casi por completo.
Salvando las limitaciones y las diferencias, la historia viene a mi cabeza a propósito de los vientos de privatización, desreglamentación y apertura, que soplan en estos tiempos.
Es cierto que, tras cincuenta años de aplicación del modelo, el Estado Asistencial Burocrático (o Estado Benefactor, como aquí se lo ha llamado) demostró tener profundas limitaciones y crear sus propios males. Entre los que me parecen más nefastos, está el que las instituciones públicas se conviertan en "fines-en-sí-mismos", es decir, que a menudo pierdan de vista la finalidad para la que fueron creadas y su obligación de servir a la sociedad que les ha dado vida. Así, el Estado canaliza grandes contingencias de riqueza social "hacia sí mismo" -más burocracia, más instituciones ineficaces-, y no hacia la sociedad civil.
Por otra parte, el Estado Asistencial Burocrático favorece la corrupción y el clientelismo político. Estos males, ya gravísimos, son pequeños si los comparamos con el que me parece su pecado capital: el Estado Asistencial Burocrático nos aborrega, hace de nosotros especialistas en el triste oficio de pedir, de esperar que otros resuelvan nuestros asuntos, y se nos adelanten incluso en la formulación de nuestras necesidades. Así perdemos nuestra iniciativa, nuestra capacidad de berreo, pataleo y autogestión.
Todo esto es verdad. Pero lo que no podemos perder de vista, es que el llamado Estado Asistencial Burocrático (Estado Interventor; Estado Benefactor; Estado de Bienestar, según se prefiera), surge precisamente para remediar algunos de los peores males del modelo anterior: el Estado Liberal. No podemos olvidar que, librado a sus fuerzas, el Mercado produce una concentración cada vez mayor de la riqueza en manos de un grupo cada vez más reducido; no podemos olvidar que la concentración de la riqueza es sinónimo de ampliación de la pobreza; no podemos olvidar que la concentración de la riqueza socava las bases de la democracia política. No podemos olvidar -en fin-, los esfuerzos realizados durante las últimas décadas en favor de una distribución más equitativa de la riqueza que entre todos producimos.
De modo que en lugar de tirarlo todo por la borda, tenemos que preguntarnos cómo lograr que el estado intervenga mejor, es decir, más eficazmente-, en la redistribución de la riqueza, evitando los vicios y deformaciones que hemos padecido. En otras palabras, tenemos que preguntarnos cómo lograr que el estado agilice, canalice y promueva iniciativas y recursos, sin traer aparejadas las lacras del burocratismo, la corrupción y el surgimiento de esa odiosa "casta" que se siente con derecho a decidir sobre los bienes y destinos colectivos, como si fueran propios...
El problema no es que el estado redistribuya: el problema es que no lo haga bien. Porque renunciar a que el estado cumpla ese papel, sería perder de vista dónde está y cuál es la verdadera enfermedad. Cometeríamos el mismo error del Hombre de nuestra parábola si pensáramos que, suprimiendo los remedios que nos causan otros males, nos libraremos de la vieja y terrible enfermedad... ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «Parábola del hombre enfermo» Revista dominical, La Nación. 13 de diciembre de 1998. Página 23