Rodrigo Soto
Tinta fresca
Debe de ser el 2.000 que me tiene un poco espeso y, sin embargo, esperanzado. Espero que mis burradas no espanten ni aburran. La verdad es que desde chiquillo uno le anda dando vueltas a lo mismo, aunque en la escuela, en el colegio y en la universidad, a menudo nos enseñan a no preguntarnos nada o nos contentan con una buena chupeta o chupón: lo importante, nos dicen, es aprender el libreto de memoria y repetir el catecismo o la lección, y si por casualidad el juego no nos gusta o nos resulta aburrido, salados porque no hay otro camino: pensar, preguntarse las cosas y sentir su misterio callado, es siempre un peligro, es perder el tiempo o, peor aún, herejía o babosada pura, trabajo de tontos, nos dicen.
Pues bien, ahora, un poco más amarillo con los años (decir maduro sería exagerado), no me avergüenza confesar que sigo siendo un niño con ganas de saber lo mismo, es decir, qué danza es esta, en qué asunto maravilloso y extraño estamos metidos, por qué estamos vivos, de dónde venimos y para dónde vamos ...
Todas esas preguntas definitivas que nos hacemos por primera vez cuando chiquillos, y que si tenemos el coraje y la entereza de mantenerlas vivas, nos acompañan durante toda la vida ... Preguntas a las que los filósofos llaman las preguntas últimas, pero que tal vez son más bien las primeras, en todo caso las que me parecen más importantes.
Suponiendo que no nos conformamos con repetir el catecismo o la lección de rigor, y que de veras queremos comprender de qué se trata la vida y la muerte, el porqué de la materia, de la energía, del pensamiento y del espíritu; en fin, lo que sea esto que somos, junto a la diversidad de mundos y de seres que existimos. . . Suponiendo que de veras queremos adentramos y desentrañar lo desconocido, las posibilidades del infinito, y que además esperamos respuestas, pues de alguna forma asumimos que si somos capaces de formular las preguntas, es porque estamos a la altura de las respuestas ... ¿Cuáles son los caminos?
De entrada, uno tendería a creer que solo quienes se dedican a la filosofía, a las ciencias o a la religión, pueden plantearse con seriedad estas cosas. Es cierto que en cada uno de estos campos encontramos las palabras, a menudo luminosas, de quienes nos han precedido, pero más que respuestas, creo que debemos buscar ahí el testimonio y el ejemplo de los que se han atrevido a pensar y a buscar por cuenta propia, sin que les dieran permiso. Pues si es cierto, como dijo Sócrates, que las puertas del conocimiento se encuentran en cada uno de nosotros ("Conócete a ti mismo"), sea cual sea nuestra actividad -panadero, agricultor, empleada doméstica, médico, empresario, costurera, artista o barrendero-, podemos aventurarnos por este camino.
Tal vez, como dice el dicho, todos los caminos conducen a Roma, aunque no todos los caminantes vayan para allá. Tal vez lo importante sea nuestra entrega, dedicación y honestidad a la hora de emprender la marcha, a sabiendas de que nos jugamos la vida en lo que hacemos. Tal vez el camino siempre es solitario y cada uno de nosotros debe encontrarlo y recorrerlo por sí mismo. Tal vez las preguntas nunca serán respondidas, y nos llevan unas a otras como muñequitas rusas del saber. Pero al hacerlas nuestras, al fundirnos con ellas y comprenderlas cada vez más profundamente, encontramos su razón de ser y su sentido, y en el silencio palpitante de lo desconocido, algo semejante a una respuesta ... Así, cada pregunta que abrimos lleva en su seno, si no una respuesta, al menos una evidencia de lo que somos, y de la danza maravillosa de la que formamos parte, y en la que estamos metidos.
Por eso amo las preguntas sin respuesta. Porque son como las grandes piedras que nos señalan el camino. ■
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Autor. «Las preguntas» Revista dominical, La Nación. 10 de octubre de 1999. Página 23