Rodrigo Soto
Tinta fresca
Nunca he visitado Nueva York, pero tan pronto vi el perfil sinuoso de los rascacielos, supe que estaba ahí. Volaba, como tantas veces en mis sueños. La ciudad flotaba en una luz tenue, y un enorme boquete señalaba el sitio donde estuvo el Centro Mundial de Comercio. Entonces, de repente, me di de bruces con la Estatua de la Libertad. La luz, ahora más intensa, la iluminaba de costado, de modo que solo un lado del rostro se veía con claridad.
Me asomé por el ojo de la Estatua y, como si se tratara de una secuencia de efectos especiales que en Hollywood envidiarían, se desplegaron ante mí innumerables escenas en donde multitudes huían de matanzas, atrocidades y hambrunas sin fin, y arribaban a esa nación con la determinación y la certeza de que ahí podrían iniciar una nueva vida. En las imágenes reconocí a infinidad de pueblos del mundo: europeos, latinos, africanos, árabes, judíos, asiáticos ...
Me aparté del rostro. Y entonces, como solo sucede en el lenguaje misterioso de los· sueños, el lado oscuro de la Estatua se hizo visible, y ya no era la serena dama coronada de laureles, sino una horrible calavera con la cuenca del ojo vacía.
Me asomé por el agujero y, tal y como había sucedido antes, nuevas escenas se desplegaron ante mí. A diferencia de aquellas, aquí se trataba de innumerables horrores y matanzas.
No puedo decir dónde tenían lugar, pero como en el caso anterior, todos los pueblos del mundo se hallaban ahí: indígenas, africanos, asiáticos, latinomericanos, árabes ... Explosiones, torturas, inventos macabros y atrozmente efectivos ... Con el vértigo de un caleidoscopio se desplegaban ante mí las imágenes del horror en la cuenca vacía de aquel ojo.
El contraste resultaba brutal y desconcertante: el horror y la esperanza, la crueldad más despiadada y profundos sentimientos de seguridad y libertad ... Aterrorizado, me aparté.
Entonces pensé que, con el mismo desparpajo que el gran Walt Whitman, Estados Unidos podría decir: "Me contradigo. Soy amplio. Contengo multitudes". Aunque más que de multitudes, la contradicción de ese país parece cosa de locos.
Al contrario de lo que sucedía con el México priísta -que en el exterior apoyaba causas que de ninguna manera estaba dispuesto a instaurar en su país-, Estados Unidos defiende para su nación los valores de la democracia y los derechos humanos, pero en el exterior apoya a menudo a los regímenes más sangrientos y depravados, al menos mientras le conviene.
Por ello, la pretensión de ese país de constituirse en policía del mundo y sentirse adalid de la libertad, es sencillamente ridícula. Esa tendencia a considerarse predestinados por la providencia es uno de los rasgos más irritantes de la idiosincrasia del pueblo gringo, y sus gobernantes de ambos partidos han sabido aprovecharla siempre. Recordemos que Hitler tenía una cantaleta parecida sobre el pueblo ario, y ya sabemos en lo que terminó. Ninguna nación está predestinada por la providencia a otra cosa que no sea a vivir y aprender a convivir con otros pueblos, naciones y culturas, y eso alguien tendrá que decírselo bien claro a ellos.
No recuerdo cuándo desperté, aunque la verdad, no sé si sueño todavía, pues desde aquella noche las imágenes del sueño me persiguen, y cuando pienso en los Estados Unidos, los dos rostros de la Estatua se superponen y confunden. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «Las dos caras de la Estatua» Revista dominical, La Nación. 23 de febrero de 2003.