Artículos de prensa

La mierdosis

Tinta fresca
Rodrigo Soto G

¿Pero qué diablos es la mierdosis? ¿Y de dónde viene? Muchas veces me lo he preguntado sin que todavía encuentre una respuesta satisfactoria. Pero, según mi propia experiencia, es algo así como la bulla de un vendaval en las tejas del techo, un ruido de vidrios rotos en el pecho, el "albureo" nervioso, incontrolado e insustancial, que a veces nos tiraniza: la fatalidad que nos lleva a actuar como autómatas en la dirección de nuestra desdicha.

Cuando la mierdosis nos gana la partida, el mundo se convierte en una película de espanto, la confianza se contrae y a nuestro alrededor las cosas y las gentes se vuelven extrañas, confusas, amenazantes...

La mierdosis secuestra nuestra capacidad de ser generosos, nos vuelve rígidos y duros como ramas muertas y nos rapta la risa y el goce de las cosas pequeñas, cotidianas y simples, de las que están construidas la salud y la dicha.

La mierdosis es como un vapor, como una niebla que de repente o poco a poco nos posee hasta invadir nos por completo; es como un dragón de siete cabezas que toma diversas formas: el miedo, la hostilidad, el aislamiento, los pensamientos oscuros o inquietantes, la desconfianza irracional, el egoísmo desmedido... Nos ladra -y que me perdonen los perros, que solo hacen su trabajo-, con su hediondo hocico de Cadejos. La mierdosis es el Cadejos que llevamos dentro, que se nos aparece en los momentos más inesperados, cuando nos cae la medianoche en el alma.

Lo peor de todo lo que más rabia nos da es que a veces nos damos cuenta de lo que está ocurriendo y no podemos hacer nada para evitarlo. Otras veces ni siquiera nos percatamos, o cuando lo hacemos ya es muy tarde y a nuestro alrededor hay un puñado de gente cercana a la que hemos lastimado.

Somos como monigotes, como títeres en manos de la mierdosis, que nos obliga a bailar su danza eléctrica, estúpida, insoportablemente esdrújula hasta donde no más, como si fuéramos invitados en una fiesta en la que no queríamos estar.

La mierdosis es antigua como la sarna, de ahí que hay quienes aseguran que algunos endemoniados a quienes sanó el buen Jesús en sus andanzas en Galilea, no eran sino hombres y mujeres poseídos por ese mal; la mierdosis es como el pantano de arenas movedizas donde cayó Tarzán, de donde solo Chita y siete elefantes lograron sacarlo. ¿Pero qué podemos hacer si no somos Tarzán y no está Chita, ni hay elefantes que vengan a ayudarnos? ¿Qué hacemos si el Chapulín Colorado no acude a nuestro llamado?

¿Cómo remover la tenaza esa, la costra de herrumbre que a veces nos corroe; cómo silenciar el ruidazal, ¿el griterío de los pájaros negros que espantaron a Van Gogh? No voy a ponerme en plan de dar recetas, no soy quién, pero por si acaso aquí va una: respirar, respirar, respirar. Despacio, pausado, hondo.

De una manera extraña, el ruido va cediendo, como si en el cielo tapizado de nubes torvas se abriera un espacio de luz, un agujero inesperado, y como si el aire mismo se fuera ventilando.

Respirar, respirar, respirar. Bajarle el voltaje a los circuitos, los decibeles a las cotorras desquiciadas que llevarnos dentro... Dejar que el cuerpo -que es sabio y no es puerco, como algunos nos quieren hacer creer-, le gane la partida a la mierdosis.

Es tan sencillo y somos tan enredados que a veces se nos hace difícil. ■

Citar como:
Rodrigo Soto. «La mierdosis» Revista dominical, La Nación. 28 de marzo de 2004.