Rodrigo Soto
Tinta fresca
O como dice García Márquez: lo que cuenta es el esfuerzo, el intento, las ganas: lo que cuenta son las ganas. Y ganas, amor, te juro que no me faltan. Bueno, algunas veces: cuando te ponés pesada o necia o intransigente; cuando me pedís que te quiera más de lo que puedo, o como no puedo; cuando llorás igual que una niña perdida porque soy frío o indiferente o distante, o porque de soslayo veo chiquillas en la calle. Pero tené presente, amor, que también me sobran ganas, te lo juro, cuando vagabundeamos abrazados por los banios despintados y ruinosos de San José; cuando tomamos cervezas en una cantina de mala muerte hablando de la vida con los parroquianos; cuando hacemos el amor como si fuera la primera, la última, la única vez que lo haremos, y todo vuelve a ser fresco; cuando imaginamos un futuro en el que los dos cabemos de pie y completos...
Pero si es cierto, amor, como dice no sé dónde García Márquez, que el que duda no ama, pues entonces ya no sé muy bien dónde estamos parados, porque dudas, amor, las tengo (y por montones, como te dije hace un momento), y vienen en cascadas intermitentes que me paralizan y me espantan y me dejan mudo y patitieso, y me doy rabia, cólera, vergüenza, cuando quedo así, como una estatua de sal paralizada ante el espectáculo de su propia desnudez, de su propia inexistencia, y vos hablás y hablás de tus sentimientos como si fueran anturios o estrellas de mar, reconocibles y concretos, y yo, en cambio, debo lidiar con esta cosa evanescente e inasible que me lanza de un lado a otro, testigo impotente de mis propios sentimientos, o lo que sea esto que sopla en mi pecho.
Perdón por el dramatismo un poco cursi de mis palabras; como dice García Márquez en la última entrevista, no hay nada de peor gusto que eso. Pero yo no veo mariposas amarillas ni siento cosquillitas en el vientre, aunque a veces, sí, un miedo de la gran que más parece un tobogán al infierno, un pozo sin fondo, una caída en la oscuridad. (Otra vez ese dramatismo espeso, no tengo remedio).
Sería demasiado fácil disfrazarme con la máscara del cínico, como si todo esto no me hiciera sufrir o, mejor aún, como si el sufrimiento no me importara. Me enferma ese cinismo pretendidamente cosmpolita que quieren vendemos como el último grito de la moda, la única manera de estar in. La verdad es que todo esto me importa mucho, como me importás vos, y más que explicaciones, quisiera encontrar respuestas, y una salida, si la hay.
Tenés que reconocer que las cosas no son fáciles para nosotros. Antes, a las mujeres y a los hombres les bastaba con el simulacro del amor; parecían conformes con la mascarada de la familia feliz y decente, y se resignaban al drama de la familia infeliz e indecente por falta de alternativas. El amor, digámoslo así, era un código, una convención que aprendías de memoria y luego reproducías lo mejor posible. No era estrictamente necesario que fuera verdadero, bastaba que fuera suficiente para sacar dos vidas del atolladero, como una tabla de salvación. Así fue la generación de nuestros padres, la misma del maestro García Márquez.
Después todo cambió. Las mujeres recién emancipadas o en proceso de emancipación ya no se conformaron con eso, y comenzaron a exigir verdad, calor, sentimientos. Si querés ver a un hombre desarmado, sólo tenés que hablarle de sentimientos; verás cómo su compostura y suficiencia se desinflan en un instante, y en su lugar queda un bebé balbuciente y sofocado. Lo digo, como sabés mejor que nadie, por mi propia experiencia.
Como dice Gabito García Márquez: el piso se mueve bajo nuestros pies. Ya no está claro, ni seguro, el sentimiento de superioridad masculina que por siglos nos alimentó, como la leche del pecho materno. Las reglas del juego ya no las establecemos unilateralmente nosotros. Basta que ustedes nos hablen de sentimientos para que nosotros callemos. En general, los hombres entendemos algo de sexo, poder y dinero (o decimos que entendemos), pero más allá de eso, somos analfabetas.
Sabemos, en el fondo, que el miedo nos detiene, pues como dice no sé dónde García Márquez: sentir, duele. O al menos, puede doler. Quien establece vínculos y lazos de afecto se vuelve vulnerable, se despoja de esa aureola impenetrable que muchos hombres (y algunas mujeres) nos sentimos obligados a cargar, y se aleja de la imagen del macho poderoso, independiente, capaz de arrasar indistintamente con la ciudad de Troya y con todas sus mujeres, que sigue siendo el ideal en nuestra sociedad.
Yo renuncié hace mucho a ese ideal y sigo, sin embargo, preso de su inercia y de su peso muerto. Cada vez que vos y yo nos detenemos para hablar de amor, descubro con dolor y asombro que para mí todo sigue siendo un misterio, y sigo mudo y sordo y confuso ante mis propios sentimientos, pues con dificultad puedo reconocerlos.
Vamos poco a poco, me digo. Y recuerdo a García Márquez cuando dice en Cien Años de Soledad que las cosas buenas toman su tiempo.
Amor, estamos juntos en esta barca rota porque así lo escogemos. Pero tenés que aceptar que no soy, y probablemente no llegaré a ser nunca, el hombre diáfano y completo que yo mismo quisiera. Pero, como dice García Márquez: lo que cuenta son las ganas.
Citar como:
Rodrigo Soto. «Hace tanto lo intento que ya casi creo que te amo» Revista dominical, La Nación. 30 de marzo de 1997. Página 19