Rodrigo Soto
Tinta fresca
Otras veces quise escribir sobre el silencio, pero me detuvo pensar que habiendo tantos temas urgentes e importantes, ¿con qué cara hablar aquí de algo tan sencillo? Además, pareciera contradictorio hablar sobre el silencio, aunque tal vez no lo sea tanto. Si estás leyendo esto en un sitio silencioso, tal vez sentirás mis palabras con mayor intimidad y con la cercanía que deseo imprimirles. Cuando lo buscamos o construimos, el silencio nos acerca en vez de distanciarnos; tiende entre nosotros su sábana plateada, en donde las palabras resuenan con sencillez y claridad. ¿Sabías que una de las traducciones del Popo/ Vuh ( el libro sagrado del pueblo cackchiquel, de Guatemala) sugiere que el título quiere decir El Libro del Petate Sagrado? Según esto, las historias que conforman el libro se leían únicamente alrededor de una manta o petate, en tomo del cual se sentaban los escuchas ... Ahora, mientras una leve llovizna dialoga con el silencio de mi cuarto, se me ocurre que tal vez ese petate, esa manta, simboliza precisamente el silencio. Sobre el silencio se alzan las palabras que nos unen: en el principio era el Silencio, después vino el Verbo. Amo el silencio como la soledad. Soledad y silencio van de la mano, son los dos timbales con los que baila mi imaginación (¡Adiós, Tito Puente!). En el silencio se cultivan las palabras, pero también maduran y toman forma los sentimientos. El silencio es como la lluvia, que penetra hondo y fecunda adentro. En el silencio nos volvemos hacia nosotros mismos y acariciamos los brotes, rozarnos las semillas, entrevemos las visiones. La respiración es la reina del silencio: señorea ahí, suavemente como una llama, instaurando sosiego y claridad. El silencio del que te hablo a veces suena como lluvia y a veces como viento. Otras veces, semeja el rumor de un río o el de un campo de cultivo (crece como espiga). No está ni adentro ni afuera; o mejor dicho, afuera y adentro ¿de quién o de qué? ¿No somos acaso lo mismo que nos rodea, o al menos parte de lo mismo?
Por supuesto, no puede hablarse del silencio sin acariciar al menos una esquina de la noche. No soy muy noctámbulo, pero el silencio de la madrugada es una escultura, es una catedral, un espectáculo que a veces me detengo a contemplar. Es tan hondo que casi me intimida, y tan puro que mejor me escapo. Así, retorno a los brazos sedosos del sueño, cuyo abrazo busco a tientas, como un niño el calor materno.
Si la noche es del silencio, el amanecer -su vibración intensa- trae hasta nosotros un silencio distinto, que sólo puedo -y perdón por la palabrota- llamar sagrado. Quienes ha- yan sentido el sol coronando su presencia sobre el mar o las montañas, saben a lo que me refiero. No menos desconcertante y sobrecogedor, por su simpleza, es el silencio de una sonrisa. ¿Cómo puede decirse tanto sin decir nada?
El silencio este, del que te hablo, es lo contrario de la mudez. Mudez le llamo a los labios apretados, a la palabra que se nos atraganta y nos asfixia. Mudez le llamo a lo que nos sofoca y nos impide respirar. La mudez es una serpiente que se nos enrosca en el pescuezo y nos inyecta su veneno paralizante. Así nos traga, nos devora, y quedamos mudos de impotencia o de perplejidad.
El silencio, en cambio, es siempre una conquista: conquistamos el disfrute del silencio, pero sufrimos la caída en la mudez. Sucede a veces que un silencio se condensa en mitad de la música, o aletea sobre una conversación. Entonces, co- mo por magia del arte, nos hacemos concientes de dónde es- tamos y de lo que hay a nuestro alrededor. Hay quienes se turban como si algo embarazoso hubiese sucedido, pero en mis adentros yo sonrío. Es el mismo silencio al que se refiere Fernando Pessoa cuando escribe: " ... una nube pasa la mano por encima de la luz / y un silencio recorre la hierba".
Ese es el silencio. De ese te quería hablar. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «El silencio» Revista dominical, La Nación. 25 de junio de 2000. Página 23