Tinta fresca
Rodrigo Soto G
Aunque las revistas de modas todavía no lo certifican, me apresuro a anunciar lo que ya no puede ser un secreto: el corsé ha regresado. Por un hábito adquirido durante la adolescencia, me confieso fisgón furtivo de las tiendas de lencería. Así advertí el desembarco. El corsé llegó callado, como un batallón que toma por sorpresa el cuerpo de las maniquíes (sí, estos maniquíes son de género femenino), tapando aquí y envolviendo allá, apretando y ocultando las formas de esas imposibles muñeconas de plástico, a las que solo falta pedir plata.
Conocía el corsé por las películas de vaqueros. Cuando el machoman había matado como a veinte y por fin la corista se alejaba del piano y en el cuarto comenzaba a desvestirse, uno sabía de antemano que no era mucho lo que se podía esperar porque casi de inmediato el tipo se iba a dar de bruces con aquel enredijo de cordones cruzados en la espalda de ella, y antes de llegar a nada interesante la escena habría terminado. ¿Cómo iba a sospechar entonces que esa prenda, verdadera pieza de museo en la arqueología de mis desvelos, regresaría al cabo de los años, pero esta vez del mismo lado de la pantalla en el que yo me encuentro?
Pero el corsé –ay– llegó solo. Vino acompañado por calzoncitos reforzados con discretas combas de hule para acentuar las posaderas; por sostenes a los que generosamente se añaden unos centímetros para mejorar el do de pecho; por frías siliconas que se implantan ya sabemos dónde, por lipoescultura y liposucción, cirugías mayores y menores que reducen, amplían, corrigen, enderezan y desfacen todo tipo de entuertos. Hoy más que nunca podemos decir que todo depende del color del cristal con que se mire, pues de pronto la chavala de ojos gatos se quita los lentes de contacto y resulta que los tenía de color miel. Y sepa Judas cuántos trucos más como estos desconozco, ya no sabe uno a qué atenerse.
Imagino que algo parecido deben haber pensado los dueños de los bares y cantinas de San José, cuando al gobernador le dio por hacer cumplir las leyes. "Ya no sabe uno a qué atenerse", deben haberse dicho estos señores... Porque durante años, décadas, siglos, las leyes en este país se han hecho para que los diputados hagan discursos, ganen plata y queden bien, pero no para que alguien las cumpla o pretenda hacerlas cumplir. Es probable que hasta los diputados y diputadas que aprobaron esas leyes se hayan sorprendido con el celo del gobernador: y a este, ¿qué mosca lo picó?.
Porque una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace, una cosa es la ley y otra la realidad, es diferente el cuerpo de la dama antes y después del corsé. La doble moral consiste en permitirnos en privado lo que jamás admitiríamos públicamente, o en decir que somos una cosa, y hacer otras.
En Costa Rica, de la boca para afuera todos somos iguales ante la ley, pero andá a ver cuántos ricos hay en las cárceles... Y que yo sepa nadie ha demostrado todavía que cuando Dios hizo el mundo pusiera a los honestos entre los pudientes. Más bien, los hechos pasados y recientes tienden a demostrar lo contrario. Los más furibundos críticos de la piñata sandinista no tuvieron ningún reparo en repetir aquí lo mismo.
En las solicitudes que envían a los organismos internacionales, los del gobierno aseguran que una cuarta parte del territorio de este país son áreas protegidas, pero todos sabemos que esa ficción solo existe en los mapas escolares y turísticos.
Las hordas que recorren América de sur a norte pregonando la Segunda Venida de la Democracia y la instauración del Reino de la Libertad, de paso se llenan los bolsillos con la predicación, porque al tonto ni Dios lo quiere, y los dolaretes son como el amor y no van a estar aquí por siempre, ¿verdad, Señor?
Cuando me pongo optimista pienso que la doble moral se instaló en América Latina con la llegada de los españoles, obligados a conquistar en el nombre de un Dios de cuya ley sofocante huían (lo demuestra el que uno de sus pasatiempos favoritos fuera violar a las mujeres nativas). Pero cuando me pongo pesimista sospecho que la doble moral ha estado aquí y en todas partes desde siempre.
Acaso la doble moral sea inevitable en este y todos los órdenes sociales conocidos. Quizá el problema no es la doble moral, sino la moral misma. Mejor dicho: la doble moral es la contracara y la consecuencia directa del moralismo. Cuanto más rígida y moralista una sociedad, más se generaliza esa locura colectiva que es la doble moral.
Cada vez que un grupo emprende una guerra santa en favor de la moralidad, ruedan tantas cabezas que al final ya nadie sabe quién es el enemigo. Creo que fue Jesucristo el que desafió a la multitud: "El que esté libre de pecado, lance la primera piedra." ¿Y qué pasó? Que hasta los más fosforones se quedaron queditos.
Si fuera cierto que el único remedio contra la doble moral es renunciar al moralismo, sospecho que estamos perdidos, porque más allá del bien y del mal viven solo unos cuantos reformadores, santos y asesinos, los demás nos limitamos a seguirlos.
Aceptar públicamente lo inevitable de la doble moral me convertiría en cínico, de modo que mejor dejemos las cosas como están: que todo sea de a callado y quede entre nosotros, como me pidió la otra noche una mujer de cuyo nombre no quiero acordarme, después de liberarse del corsé que la sofocaba y la hacía lucir como de veinticinco. Y yo, claro, ¿qué iba a hacer? Le di mi palabra de honor. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «El regreso de corsé» Revista dominical, La Nación. 24 de noviembre de 1996. Página 19