Rodrigo Soto
Tinta fresca
Èste es el país de la lluvia, su territorio, su soberano reino. Aquí las nubes se amontonan contra las montañas y se quiebran como un racimo de huevos.
El país de la lluvia, mi país: columna vertebral y filamento tendido entre dos océanos y dos subcontinentes. Conmovedor y ridículo en su pequeñez ... Una vez tuve la dicha de tomar un vuelo que llegaba aquí con las primeras luces de la mañana. Aún recuerdo el espectáculo maravilloso que nos daban los dos océanos a la vez: el uno, directamente bajo la nave, el otro llenando el horizonte. Entre ambos sólo había una serpiente verde arrugada de montañas; algo que aún desde allá, a 15.000 pies de altitud, transmitía la sensación de dureza y brutalidad.
El país de la lluvia, el país de las montañas y los ríos. Mi país despeñado. Aquí las nubes del Caribe vienen a estrellarse contra los cerros, como un avión de insuficiente vuelo. También el agua salobre del Pacífico, atraída, como por un imán, por el sol al cielo, cae en cataratas y nos atonta con su golpe seco. Y en las vastas llanuras del norte, llueve también agua del otro mar, el dulce mar de Nicaragua ...
Llueve blanco inclinado; llueven hojas de los árboles remecidos por el viento; llueve también eléctrico, con cara de tribulación. Llueve la cilampa, el pelo de gato, la llovizna, el baldazo, el chaparrón, el diluvio, el rocío, el temporal, el aguacero ... Los riñones de la Tierra están aquí. El laboratorio más secreto.
Llueve en mi memoria, llueve esta tarde y llueve también en mi futuro: sin duda lloverá mañana. Días de ver llover, de oír el sordo golpeteo de la lluvia contra el techo, contra los cristales, contra el pavimento y contra las hojas de los árboles.
Libélulas azules, verdosas, moradas y amarillas revolotean sobre los charcos de mi infancia; se detienen un instante sobre las piedras y yo aprovecho para ver sus alas transparentes, con gruesas nervaduras. Luego vuelven a volar; permanecen suspendidas en el aire como colibríes, y de pronto, como un relámpago, se disparan en cualquier dirección.
Mis amigos dicen que la Virgen se está bañando porque llueve y al mismo tiempo hace sol. ¡Que llueva, qué llueva! La Virgen de la Cueva ... ¿Dónde está la Virgen, que no la puedo ver? Ha de ser bellísima, con su largo manto celeste y su rostro iluminado por el sol...
Uno de mis mejores recuerdos de infancia es la tarde en que mi padre salió a la calle para mojarse como un chiquillo, celebrando el fin de una larga sequía. Correteaba tras mis hermanos y amigos; nos alzaba en vilo y nos tendía de espaldas en el caño desbordado por la correntada. Ni siquiera la reprobación de los vecinos pudo reprimir en él ese estallido de júbilo elemental, tanto más extraño por tratarse de un hombre que jamás vivió fuera de la ciudad.
La lluvia que todo lo disuelve, la lluvia que todo lo uniforma; la lluvia penetrante y lasciva, íntima, remota o visceral. En manos de la lluvia los colores se lavan, se desleen; las cosas ásperas pierden sus aristas más punzantes; todo se torna soso, fofo, blando: la vegetación crece megalómana, disparatada, los jugos de la tierra se multiplican pero pierden concentración y densidad. Agua chacha, el agua achocolatada de los ríos y los charcos del invierno.
Y entonces, como una daga azul, entra y se nos clava noviembre. Las lluvias quedan de repente atrás y de nuevo hay luz, verde, montañas azuladas a lo lejos. De pronto hay viento otra vez, y espacio, y por un chisporroteo del pensamiento recordamos que el mundo sigue ahí, y uno mismo se dice: "¡Vaya! Estoy aquí. No he muerto". ■
NOVIEMBRE
El viento es una llama
que todo lo enciende
Las plantas tintinean
al vuelo de la luz
Y en la mirada
el mundo resplandece.
Citar como:
Rodrigo Soto. «El final de la lluvia» Revista dominical, La Nación. 17 de noviembre de 2002. Página 30