Rodrigo Soto
Tinta fresca
Durante las pasadas vacaciones tuve oportunidad de darme una vueltita por tierras guanacastecas. Mucho había escuchado acerca de Tomás Salinas, y no fue dificil convencer a mi amigo Luis Barrantes de que me llevara a conocer al legendario viejo. En esta etapa de su vida, Salinas vive en una casita apartada, entre dos pueblos de cuyo nombre no puedo acordarme. Alto, moreno y robusto, verbo fácil y sabroso, barba encanecida y rala como una tuza y mirada socarrona, el viejo produce de entrada una grata impresión. ¡Quién lo diría! A su edad y en medio de aquellas remotidades, Tomás Salinas se mantiene al tanto del acontecer mundial. No habían transcurrido seis meses desde los atentados en Washington y Nueva York, y ya andaba cantándole al viento, y a quien quisiera escucharlo, coplas, bombas e historias referidas al suceso. Como pude, anoté las que siguen:
¡Qué bonitos edificios!
¡Y qué veloces aviones!
Era el once de setiembre
Y parecían abejones.
En Washington y en Nueva York
La cosa está que arde
Pero en Ruanda estuvo peor
Sin que llorara nadie.
Se destruye en un segundo
Lo que en·años se construyó
Sean vidas o edificios,
Sea un amor o sea el mundo.
Cada pueblo tiene siempre
El gobernante que se merece.
¿Qué hicieron los gringos
Para merecerse ese?
El escudo antimisiles
Para nada sirve ahora
Si lo que hiere está dentro
No hay coraza segura.
Si el correo es proyectil
Y la muerte es una espora,
¿Para qué caparazón?
Le pregunto a la tortuga.
Hay que estar mal de la jupa
Para llegar a pensar
Que en Nombre del
de arriba
Se puede asesinar.
Tal parece que los gringos
Tienen muy mala memoria;
Sólo se acuerdan de nosotros
Si se les complica la historia.
Pobrecillos los que iban
En aquellos aparatos
Sin tener nada que ver
Les tocó pagar los platos.
Si en Kabul llueven misiles
En televisión es un
nintendo;
Pero si los que mueren
son gringos
De veras es gente muriendo.
Cuando estallan las bombas
Siembran muerte y
destrucción.
Si revientan las mías
Se alzan gritos de alegría.
Después de escucharlo un par de horas mientras bebíamos vino de coyol, Tomás Salinas nos pidió que lo disculpáramos.
Supuse que iría al baño, pero pasados diez minutos sin que regresara, Luis Barrantes se puso de pie y me aseguró que ya no volvería.
"¿Y a dónde fue?" , le pregunté.
Por toda respuesta, mi amigo alzó los hombros y señaló a su alrededor, dándome a entender que podía haber ido a cualquier sitio.
Los vientos del norte batían contra las palmas y el techo de zinc, y se iban a perder en la vastedad de la llanura, para estrellarse después contra los cerros Y, más lejos aún, contra la franja temblorosa y azul del litoral. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «Bombas, bombitas y bombetas» Revista dominical, La Nación. 7 de marzo de 2002.