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“La Torre Abolida”: Poder perdido
Dorelia Barahona

Alrededor de la torre no pasa nada. Los personajes viven, respiran de sus muros de sus pisos, de su simbología, al igual que lo hacen algunos de los personajes de Alberto Moravia, al igual que lo hace el cangrejo orgulloso del brillo interno de su apretado caracol.

Es únicamente dentro de la torre, con ella y para ella, que mantienen su sentido como individuos.

La torre es el corazón de estos personajes, marionetas de su propio poder, que impotentes, ven venir la pérdida de éste como algo irremediable: una gran ola que barrerá con los privilegios, los territorios, las concesiones, el glorioso pasado, los emblemas, los secretos y demás ganancias que otorga el poder económico, político y social: crítica a una clase privilegiada falta de contenido y esperanza.

La Torre Abolida –novela corta de Rodrigo Soto- es una historia construida con un lenguaje exacto y breve, donde la arquitectura psicológica de los personajes –Arturo Palma y Carola, Sergio Palma y Linda –va armando, pieza por pieza la historia de un país: conquista, colonia, inicio de la oligarquía.

Esa oligarquía es idealizada por los personajes, y se refleja en la propia construcción de la torre, con sus pisos y terrazas, desde donde se ven los pueblos, siempre a lo lejos, porque nunca se llegan realmente a conocer. Narración simbólica, que nos representa, bajo delicados juegos interpretativos –recordemos a Jorge Luis Borges- la ironía de una clase que no es nada en sí misma, sino tan solo en la posesión de objetos míticos materiales: Soy porque poseo; pero ¿quién soy además de ser ese individuo que dice tener una torre, un auto, una empresa, muchas empresas, medio país?

Quizá la pregunta de fondo de esta historia de Rodrigo Soto –una de sus narraciones más logradas- sea esta: ¿tiene futuro la revolución como vía para restablecer equilibrios? Si no lo tiene ¿qué pasará cuando ya no existan torres? ¿Qué otro símbolo se erguirá en medio de los desolados campos, como producto de la necesidad de las clases poseedoras de seguir marcando sus territorios con “grandes equis rojas” –necesidad que, por lo demás, parece intrínseca del ser humano?.-

Diario “La Nación”, 1997

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