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En la oscurana
Carlos Cortés

¿Qué se le debe pedir a un escritor? Cada texto parece interrogarse a sí mismo, planteándose esta pregunta y redefiniendo sus propios límites. Mi respuesta como lector –respuesta provisional como toda lectura- es que lleve su universo personal hasta sus últimas consecuencias. En la oscurana no es la primera obra costarricense que problematiza y dialoga con la identidad nacional pero es parte de una corriente de novelas que en las últimas dos décadas se ha propuesto de forma consciente la deconstrucción de los mitos nacionales, el imaginario colectivo y el igualitarismo ideológico –no siempre real- nacido después de la guerra civil de 1948 y de la Segunda República de José Figueres.

Es posible interrogar En la oscurana desde la producción narrativa de su autor, la cual se inició exactamente hace 30 años con la publicación de la colección de cuentos Mitomanías (Premio Joven Creación de la Editorial Costa Rica, 1982, y premio nacional de cuento “Aquileo J. Echeverría” 1983), y establecer puntos de contacto con relatos primigenios como “La sombra tras la puerta” y “Proyección de sombras” (Mitomanías), el capítulo “El gerente de la fábrica de niebla” de la farsa Mundicia (1992), los relatos de Figuras en el espejo (2001-2009) y en especial de El nudo (2004), en los que reiteradamente se trata la crisis de la identidad individual y social vistas como “imágenes reflejadas en un espejo empeñado”. Sin embargo, esta perspectiva quedará para otra ocasión.

Me contento con mencionarlo no solo para que se perciba que la conformación de la(s) identidad(es) es quizá indisoluble de la narrativa de Rodrigo Soto sino para apreciar el desarrollo que ha tenido en su literatura la imagen en el espejo, el laberinto de reflejos en que se cruzan la transparencia y sus múltiples veladuras. “El peso de todo lo no-dicho, de los largos y penosos silencios” (p.288), y que cobra cuerpo en una entidad dual, irreal, inaprensible, omnipresente y fantasmal como la niebla.

Si bien En la oscurana se sitúa en “el país de la niebla”, trata de ese espejo empañado en el cual un país se ve sin verse o sin querer hacerlo. El relato, por medio de una intriga periodística y de la evolución del personaje de Sylvia Morán, colaboradora de una revista de actualidad política, metaforiza el juego en el cual Costa Rica se ha visto envuelta desde la crisis económica de 1980 y el cuestionamiento posterior sobre el Estado nacional: ¿cuál es la imagen que vemos en el espejo? ¿Nos reconocemos o no?

Entre la percepción objetiva de la realidad costarricense y su apropiación social se interpone siempre una niebla. Vivimos un “tiempo nublado” como lo llamó Octavio Paz: “Entre ahora y ahora / entre yo soy y tú eres / la palabra puente”. Ese puente, en la Costa Rica actual, está roto. El país de la niebla es también el país de los diagnósticos que no se llevan a cabo. De esa veladura, de ese intersticio entre lo posible y lo realizable, es de lo que se nutre la novela.

“…la niebla invade la montaña” –observa Silvia-. “Densa y pesada como un barco arrumbado por la marejada, crea la ilusión de inmovilidad y precipita la caída de la noche, aunque es tan solo media tarde. La oscurana, dicen los campesinos cuando un nubarrón los atrapa en el cerro. Me cogió la oscurana, me agarró la oscurana, nos cayó la oscurana.” La neblina se describe en casi 20 episodios a lo largo del texto.

En este párrafo se condensan no solo los dilemas morales a los que se enfrenta el personaje sino los de la sociedad: ¿qué momento representa el actual en nuestra historia? Aunque a veces se tiene “la sensación de adentrarse en la profunda garganta de la noche”, ¿vivimos una oscurana momentánea y repentina, una nebulosa temporal o una oscuridad total? Lo que prevalece es el estado de inmovilidad: “En 1999 el estado de la nación es el de un país retraído… somos una sociedad perpleja ante la intuición de ser”. La frase no es de un texto literario ni filosófico sino del VI Informe del Estado de la Nación en Desarrollo Humano. El espejo empañado, el espejo que no quiere verse a sí mismo, el espejo que no quiere ser espejo, el espejo que se muerde la cola.

La figura de la niebla es ambigua porque en el siglo XXI, y no solo en Costa Rica, vivimos en una contradicción permanente entre varios contratos sociales: “Amaba esa etapa de la estación lluviosa en que noche a noche las nieblas devoraban la ciudad: unas pocas semanas, entre setiembre y octubre, cuando las luces amarillentas del alumbrado público flotaban como islas en medio del naufragio general. Hacía algunos años Sylvia había llegado a la conclusión de que solo por las madrugadas, cobijada por el silencio y la oscuridad, o de esta forma, abrazada por la niebla, revelaba San José su humilde y esquiva poesía, su encanto pobre y popular” (p.33). La niebla, entonces, es tanto un manto que protege como una luz que ciega.

La protagonista-metáfora de la novela, Sylvia Morán/Sylvia Mora/Sylvia demora/Sylvia moral, recorre un territorio que se caracteriza por una identidad contraria a lo que hasta hace poco definió el ser costarricense: un “mundo de violencia, impunidad, corrupción, injusticia y mentira con el que lidia a diario” (p.16). Esta panorámica le permite al lector descubrir un entramado de nudos temáticos que lo aproximan a la corrupción político-administrativa (p.42), el abuso infantil (pp.94-136- 219), la pedofilia (p.105), el incesto (p.141) y el homicidio (p.241): “Tras el asesinato a manos de sicarios de varios colegas y el destape de fabulosos escándalos de corrupción que involucraron a los caciques de los viejos partidos políticos, es imposible sostener el cuento de la suiza centroamericana, el país de la eterna primavera y la paz perpetua. Era como si poco a poco salieran de un espejismo, rompieran la ilusión compartida, placentera y adormecedora en la que habían vivido”.

La niebla lo invade todo y se interpone entre los hechos, la percepción y la objetivación racional. Carlos Monsiváis llamaba ciudad postapocalíptica a México D.F. ¿Cómo denominar a la Costa Rica actual? ¿Costa Rica postigualitica? ¿Postideológica? ¿Posliberacionista? ¿Neoliberal? ¿Carbono neutro-desigual? Sylvia, como nosotros mismos, tampoco lo sabe, y su indagación epistemológica se personifica en la búsqueda incesante de un título para un reportaje sobre los problemas del turismo en Guanacaste, con motivo del asesinato de una turista muerta por un joven delincuente.

“Paraíso amenazado”, “Paraíso sitiado”, “Espinas en el paraíso”, “Una industria amenazada”, “La gallina de los huevos de oro amenazada”, “Un camino con ¿piedras? ¿huecos? ¿riesgos?”, “Fin de fiesta” y “¿Nubarrones en el paraíso?” son algunos de los títulos que Sylvia ensaya y que podrían servir para definir nuestra inmóvil incredulidad ante un país que, como ella percibe, “se caía a pedazos, se pulverizaba en manos de quienes decían dirigirlo”.

En la oscurana no se decide por una de estas interpretaciones ni da respuestas. Muestra las cosas tal y como son. Pone en escena un estado de ánimo estático, un momento de la conciencia colectiva y de lo que hace 50 años podría llamarse “el alma nacional”. El estado de ánimo de la protagonista-metáfora y de sus dudas (sus “no” relaciones sentimentales y familiares, en especial con su madre), de la nación (como identidad cultural) y del país (como proceso histórico).

Sylvia “vive con una sensación permanente de vértigo y fragilidad” que establece el ritmo del relato y que consiste en la “oscurana” humana marcada por la duda, la indecisión, la indefinición, la irrealidad y la dilatación del tiempo. La nubosidad variable del valle central sirve de espejo a esta incapacidad del personaje de devenir en agente social y de alguna manera romper con el espejo empañado que no le permite verse a sí mismo, desvelarse, revelarse y rebelarse como ser individual y ser social. Corríjanme, por favor, si Rodrigo no está hablando del país más feliz del mundo.

Como se dice en la página 45: “Desde hacía meses circulaba en las calles una ola callada de indignación, de ira contenida, mezcla de estupor, rabia y decepción. La gente estaba urgida de hablar. En otros países, por la mitad de lo ocurrido aquí, muchos habrían salido a las calles a quebrar vidrios y quemar carros; aquí todo se quedaba en estallidos como los de ese tipo, que deparaban cierto alivio momentáneo pero a la larga contribuían a alimentar la frustración, pues reafirmaban la impresión de que nada ocurriría y todo seguiría igual”.

Es cierto que los hechos narrados siempre se muestran velados por las dudas y contradicciones de Sylvia, sobre las decisiones que debe tomar en su vida profesional y personal y en el futuro de su pasado (el cajón que ocupará en su archivo sentimental), pero la trama oscila entre la realidad objetivable –el trasfondo político-social- y la crisis del sujeto que debe objetivarlos.

Sylvia pasa poco a poco del distanciamiento nebuloso a la indignación concreta al investigar el asesinato y una secuencia de ataques terroristas en Guanacaste y su vinculación con la corrupción política, el abuso infantil, el narcotráfico y la especulación inmobiliaria. Viéndose reflejada en su propio espejo como periodista –y la función social que ejerce en una sociedad democrática- también se acerca al imaginario nacional y entra en contradicción con él. Descubre que no queda nada o muy poco de la identidad igualitaria tradicional.

En la identidad global prevalece la ofensiva ostentación de las desigualdades: el vacío ideológico, la cultura del consumo, el oportunismo rastrero, el crecimiento económico y el desarrollo desequilibrado. El fin del camino de Sylvia, aunque quizá no pueda ir más allá, se concreta en la página 331, casi al final de la novela: “…todo el litoral guanacasteco pertenecía ahora a los extranjeros. Tras la venta de las playas y la franja costera compraron las tierras del interior, hasta llegar a las montañas… Ya no estaban solo en el turismo sino en los bienes raíces, la construcción, la agricultura, el comercio… Las propiedades en Guanacaste se negociaban directamente en Estados Unidos”.

La crisis de la protagonista, que nunca se manifiesta como tal, ni se define en la incierta totalidad de sus incertidumbres, da pie al relato de una saga familiar minada de sospechas, secretos, espacios en blanco y no dichos que constituye el reverso de la trama periodística (como en el encuentro con su madre, p.284).

“Poco a poco”, descubre Sylvia, “cobró conciencia de la infelicidad de don Alberto, del desamor apenas disimulado bajo el desprecio burlón que doña Ileana simulaba ignorar. Fue la infelicidad la que en definitiva lo mató, el aburrimiento que le producía esa mujer rígida, aferrada a ridículas convenciones sociales que, por lo demás, también la oprimían a ella” (p.252).

Ambos mundos se entrecruzan en los puntos de máxima tensión: el contrapunto de los funerales que se narran en la novela -uno, el del padre del mecánico de la familia y, otro, el del piedrerillo amigo del niño delincuente- y la clasificación de Costa Rica al Campeonato Mundial de Futbol que corre en paralelo con la última escena del relato (pp.352-353). En este episodio, uno de los más fuertes del libro, no se descubre nada que el lector no sepa sino la irremediable aceptación por parte del personaje-metáfora de su destino y de sus dudas. Su acción es, de alguna manera, la no acción. Pero igualmente la lucidez, “la urgencia de sobrevivir, sí, pero también de amor y de reconocimiento; el desencanto, la frustración, la esperanza, la ambición, el resentimiento, el poderoso anhelo de comunión y de encuentro…” (p.353).

Aunque la novela replantea el dilema moral en que se debate la sociedad costarricense (¿estamos ante el comienzo del fin, en el fin del comienzo o, por el contrario, seguimos viéndonos en el limbo de nuestro propio ombligo ahistórico?), Sylvia completa un círculo que no es redondo y termina un viaje inconcluso –como un sino irremediable, quizás, del personaje moderno-. Lo ha visto todo y a la vez se queda sin entrar en la tierra prometida, con las promesas incumplidas de una sociedad que está llegando al extremo de su curva de desarrollo. Se ha hecho las preguntas adecuadas (¿para qué sirve ser periodista?, ¿soy cómplice del expolio social y del asesinato?, ¿nos alimentamos de la carroña y de los desperdicios de la sociedad del espectáculo?, ¿qué puedo hacer como individuo?, ¿qué soy capaz de cambiar y de aceptar?) y, a pesar del optimismo final, no parece encontrar una salida a la oscurana.

La periodista reconoce el complejo entramado de causas y consecuencias e indaga en sus heridas morales: “¿Habría terminado ella por encajar en el mundo de las clases acomodadas de las últimas décadas del siglo XX, con un estilo de vida cada vez más consumista, más conservador y tributario incondicional de todo lo gringo? La letanía de la globalización, el neoliberalismo y la posmodernidad avanzaba con fuerza arrolladora, para una muchacha como Sylvia no era fácil prever hasta dónde llegaría el frenesí consumista, el arribismo y la ostentación de los nuevos ricos (y también de los viejos que en su inmensa mayoría abrazaron con entusiasmo los nuevos valores) –reflexiona al recordar sobre la muerte de su padre y su cambio de estatus-,” (p.97).

En el ámbito individual, su discurso ambivalente llega a la mayor expresión literaria en su conversación telefónica con Toni –el lector se pregunta: ¿un antiguo novio, aprete, lance, ligue, tinieblo?-, en las páginas 234 y 235. Cada frase intercalada por barras diagonales traslada a la perfección el registro oral de Sylvia y lo que dice de su “no relación” sin decirlo, diciéndonoslo/diciéndoselo con medias palabras y medios silencios (234-235).

Por encima del retrato de Sylvia, marcado por la duda, como muchos personajes de su autor, la novela nos deja la agridulce y rica profundidad de sus páginas: “La oscuridad que reina en el apartamento es casi nocturna. Sin desprenderse de su taza –ahora casi amuleto pues su temperatura, peso y materialidad son como un ancla que la ayuda a mantenerse en calma- Sylvia se acerca al ventanal de la sala, donde la lluvia y la ventisca ofrecen su espectáculo sobrecogedor”.

“Me cogió la oscurana, me agarró la oscurana, nos cayó la oscurana”. Seguimos en la oscurana. Al menos en un sentido político-electoral, el 2013 parece ser el año de la oscurana. Y también el de esta novela.


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