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Manual de zoología literaria para uso de los lectores
Carlos Cortés

Alfonso Reyes describió el ensayo como “el centauro de los géneros”. Rodrigo Soto lo corrige, o lo completa, diciendo que es un ornitorrinco, una quimera con hocico de pato, cuerpo de castor, patas de nutria y veneno de serpiente. Hoy sabemos que el ornitorrinco fue inventado por un taxidermista australiano, entre 1798 y 1799. Durante el siglo XIX, y parte del XX, se dudó de su existencia, pero al igual que el pigmeo, el eslabón perdido de la paleontología, el cementerio de elefantes de las películas de Tarzán y las calaveras de cristal de Indiana Jones, el ornitorrinco es producto de la imaginación humana. Es decir, al igual que el ensayo literario.

¿Cuántas jorobas tiene un camello? Esa es una pregunta tan difícil como definir el género ensayístico. Es cuestión de ver cualquier cajetilla de cigarrillos Camel para saber que, en efecto, en ella no aparece un camello sino un dromedario. Los camellos no tienen dos jorobas sino una sola. Fumar no sólo es malo para la salud sino para el cerebro e induce al error, tanto al pulmonar como al cognoscitivo. Durante una parte de mi infancia, la parte aburrida, pero no la triste, que fue la mayor parte, la pasé entre restaurantes y hoteles, por razones que no viene al caso referir, y me entretenía buscando figuras subliminales en el dibujo de las cajetillas Camel. El diseñador que las creó era un dibujante belga y escondió la imagen del famoso “niño que orina” de Bruselas en la pata delantera del dromedario y un león en la joroba –aunque algunos han encontrado un mono-. ¿Qué tiene que ver todo esto con el libro de Rodrigo Soto? Tiene tanto que ver como su título. Es decir, nada.

Mi respuesta particular es que le puso este nombre porque se trata de una recopilación de textos de un género quimérico, elusivo y en vías de extinción, como el pingüino. “Colección de bichos raros”, como él mismo aclara desde el prólogo. Este es el guiño del pingüino, un animal paradójico porque sus alas no le sirven para volar sino para nadar. Pero los pingüinos no son famosos por sus aletas sino por su forma de andar, tanto que en los cincuentas inspiró un mambo de Tito Puente, “El baile del pingüino”, de su disco Mambo on Broadway, que puso a Latinoamérica a moverse al ritmo de “baila, baila, como el pingüino” (podemos hacer una demostración al final).

Como sabemos, el único pingüino que vuela en el mundo es el malhechor de Batman, que lo hace con un paraguas cuyo mango es, ya lo adivinaron, la cabeza del susodicho, infraescrito o el que te dije. El libro de Rodrigo Soto, sin embargo, está más cerca de la editorial inglesa Penguin Books que del pingüino de Tito Puente o del “villano invitado”, como se decía en los créditos del Batman clásico de los sesentas (Nikelodeon dixit). ¿De dónde proviene su nombre zoomórfico, Pingüinos, camellos y ornitorrincos? De las arenas movedizas del desierto de espejos, de la imposibilidad de la definición genérica o de la clasificación aristotélica.

Recuerdo que Rodrigo, siendo estudiante de filosofía, dividía los filósofos entre aquellos que habían creado un sistema de pensamiento y los que no. A imagen y semejanza, no estamos en presencia de un sistema sino de una acumulación de estímulos, percepciones y reflexiones que me gusta llamar prosa de varia invención, como lo hizo el mexicano Juan José Arreola con elegancia de pingüino (que, al igual que los músicos sinfónicos, usan frac, levita o chaqué, dependiendo del clima polar). Otros autores lo llaman inventario, boticario –de todo, como en botica- o cajón de sastre, donde nunca falta un roto para un descosido y abundan los restos de género, tela o hilo. No confundir con el cajón de Sartre, que es un blog, aunque Rodrigo también incluye algunos textos de su dietario, bitácora o blog in progress en este libro de libros.

Así que estamos de acuerdo: en la variedad está el gusto. Este libro es vario, variopinto o gallopinto, por no decir arroz con mango. Todas las grandes gastronomías universales contienen estos platos donde caben todos los sobros –como el chopsuey, la lasagna del día siguiente que fue la pasta de ayer o la olla de carne-. En este caso quiero decir que se trata de un libro que no tiene ni puede tener ni se puede leer como unidad sino como diversidad, no como un centro sino como una proliferación, espacio divergente por excelencia, centrifugadora de las sub-versiones y de las contra-dicciones que permite el género, si se quiere menor, del ensayo literario.

En los últimos años hemos visto una recuperación de este género transgenérico (no transgénico) y no es azaroso que sea en este momento cuando Rodrigo recoja textos escritos en los últimos 27 años. Es el signo de los tiempos fragmentarios, deshilvanados, hipertextuales, transculturales, transgresores, transexuales –si ahora hasta la grasa es trans-, wikipédicos o, diría Rodrigo, pingüipédicos, donde los géneros, antes considerados menores, parciales, con visiones restringidas de la realidad, ya no son partes de una unidad imposible sino pequeñas constelaciones de sentido.

Pingüinos, camellos y ornitorrincos. Sobre literatura y otras especies es un libro que, al menos, son dos: las cinco primeras partes –de la primera, dedicada a la creación, a la quinta, sobre sus propios libros- y la última que, justamente, se denomina “otras especies” –y que tiene poco que ver con los artículos y ensayos anteriores-. Los que hemos sido lectores, y amigos, de Rodrigo, durante muchos años, sabemos que ha reflexionado desde hace décadas sobre algunos temas que le son especialmente cercanos a su razón de amor, que es la rara conjunción entre la vida y el arte. No es casual, por ejemplo, que algunos de los mejores ensayos del libro estén dedicados a tres escritores en los que cree encontrar la anhelada coincidencia, que propugnaba el romanticismo, entre verdad y belleza. “Sobre la gratitud, la admiración y el parricidio (Carta a don Fabián Dobles)” es, en este sentido, toda una definición: el autor de El sitio de las abras no es sólo uno de los patriarcas de la literatura costarricense –o, en la familiaridad del trato, no lo es para nada- o un cuentista prodigioso sino también un hombre íntegro, un hombre honesto, que, como en el poema de Pablo Armando Fernández, podría decir: “¿Te acuerdas que querías ser Rimbaud? ¿Te acuerdas que querías ser Quevedo, decir lo que se siente, sentir lo que se dice?” Fabián, que hizo todos los oficios posibles para poder vivir, y sobrevivir, y sobreviviendo escribió como lo hizo, reservó lo mejor de sí para la literatura y vivió sin concesiones, con la honradez de un médico rural, la tenacidad de un campesino y la lucidez de un rey en el exilio.

El ensayo dedicado a Carlos Luis Fallas es de los mejores del libro, sino el mejor, y uno de los más hermosos dedicados a Calufa y a lo que Rodrigo denomina su “retablo narrativo” de la cultura popular campesina. Tampoco es azaroso que exprese: “La recreación que del mundo rural y campesino plasma Calufa no es externa, surge de los mismos valores y de una mirada afín a la de sus personajes. En otras palabras: no habla sólo de los trabajadores y campesinos, sino como campesino y trabajador. Esta es la médula de su obra, de su singularidad y belleza, y por ello puede equipararse, en cierta forma, con la que en el campo poético iniciará Debravo un par de décadas después”.

El tercer escogido es, por supuesto, Jorge Debravo, quien encabeza el capítulo dedicado a la literatura costarricense y cuyo texto le sirvió a Rodrigo como fuente –entre otras muchas- para el guión de El despierto, su segunda obra audiovisual, en 1987.

En el primer texto del libro, que abre el capítulo titulado “Crear” –y crear es creer-, se expresa la convicción de que “verdad y belleza van de la mano”. En “De cómo los monos soñamos la felicidad”, que inicia el capítulo quinto, “Mis libros”, se nos dice: “Cuando escribí el cuento más antiguo de la colección, destripaba espinillas de mi cara y vivía la escritura como una forma de búsqueda y encuentro: búsqueda y exploración de los propios delirios y anhelos, para poner sobre el tapete un espejo donde acaso los demás puedan reconocerse, encontrarse. Cuando escribí el más reciente, había perdido casi todo mi pelo y sigo creyendo eso. Por supuesto que también es juego, alegría, liviandad, provocación... Porque la literatura, como la vida, resiste cualquier definición y encasillamiento. De lo que se trata es de crecer en nuestra libertad, crecer en nuestro compromiso”.

Crear es creer. Creer es crear. No sé si verdad y belleza van de la mano. Sé que Rodrigo lo cree así y que ha escrito desde esta convicción. Esta “carta de creencia” –“Mi verdad”, como dicen algunos poetas en sus poéticas-, es una de las razones fundamentales para poner por escrito –en blanco y negro- los textos que así lo certifican. Esta convicción, que se encuentra en el centro mismo de este libro, que hoy presentamos, también le da sustento y razón de ser. Los ensayos de Rodrigo reivindican la vigencia de lo que algunos llamarían la ética de la responsabilidad –en claro desuso de la palabra compromiso, una palabra suspendida, en entre comillas-, la necesidad de llevarla a la práctica y de convertirla en la vida, en aquello que los surrealistas proclamaban: ¡La poesía en acción! O en palabras de Octavio Paz: “Cuando la Historia despierta, la imagen se hace acto, acontece el poema: la poesía entra en acción. Merece lo que sueñas”. Martí llegaría a decir: “Hacer es la mejor manera de decir”. ¿No es eso lo que quisimos todos, en otros sueños, en futuros antiguos, pretéritos y precedentes? ¿No es por lo que empezamos a leer, escribir, leer en voz alta, augurar, profetizar, gritar?

Esta profesión de fe no es, por supuesto, la de un profeta desarmado (Maquiavelo), y a su razonamiento y elaboración se dedican los que yo considero los más importantes textos del volumen, contenidos en los dos primeros capítulos: “Los aguafiestas” (los artistas), “Voces del manantial”, “Las artes como pensamiento negativo”, “Método infalible para desenmascarar embaucadores”, “Literatura y desnudez”, “Sabores y de saberes en la literatura”, y, en especial, el maravilloso “Lo que nos cuenta la literatura”.

El otro gran tema de Pingüinos, camellos y ornitorrincos son “los otros”. El escritor es la hamaca de palabras –para no llamarlo puente- entre nosotros y los otros, los otros que no soy yo y que me constituyen. “Si yo no soy para mí, ¿quién soy? Pero, si sólo soy para mí, ¿qué es lo que soy?” (dice El Talmud). El escritor habla, entonces, por los que no tienen voz, por los silencios, por los murmullos de los muertos de Rulfo, por las gentes y gentecillas de Calufa, por nosotros los hombres de Debravo, por las historias de Tata Mundo de Fabián. Es lo que Rodrigo denomina “Voces del manantial”: los que hablan por mí: “¿Pero quiénes hablan por mi boca? ¿Quiénes son estos desconocidos tan cercanos que me lanzan como dardos palabras que a veces no comprendo o que yo mismo rechazo”. En el mismo ensayo añade: “...los que hablan por mi boca siempre me están buscando. Son sombras bajo mi sueño que susurran sus hilos de plata y hablan desde mi corazón. Quieren que la palabra crezca y nos amarre a la vida en donde estalla el gozo. Arrastran soledades y amarguras y también lamentos, pero no se doblegan nunca, pues afirman que somos semilla de estrellas y no roncas voces de la desolación”.

“¿Es uno o son muchos? No lo sé. Los que hablan son desconocidos, y aunque a veces los escuche escéptico o asombrado, siempre cedo a sus palabras, pues encuentro en ellas una fuerza y una claridad que no me pertenecen. Los que hablan se valen de mí para decir su palabra. Cuanto menos intervenga yo, mejor. Cuanto más silencio guarde, también. En el mejor de los casos soy un simple taquígrafo, pero más frecuentemente soy su tapabocas, su bozal. Los que hablan siempre están luchando por nacer”.

Esta magnífica definición de la literatura me recuerda al mismo Rodrigo, hace 30 años, repitiendo el prólogo de las Historias para ser contadas del argentino Osvaldo Dragún, que considero uno de los textos más hermosos de la literatura latinoamericana: “Un pequeño hombre no es más que una semilla, y su historia, una historia sencilla. Nosotros existimos porque existen ustedes. Y si alguno de ustedes, padres nuestros, tiene una risa para ser reída o una lágrima que deba ser llorada, que se acerque al final de la jornada a nosotros, actores, cantores, llorones, reidores, cazadores de estrellas. Sus historias contaremos allá, en lejanas plazas, bajo el sol o la luna, para ninguno o muchos. Lo importante es contarla y su pequeña historia acribillada será otra historia para ser contada...”

En “Lo que nos cuenta la literatura”, ensayo de antropología literaria, dice que “La lectura tiene algo de hipnótico y puede inducir un trance, un estado de suspensión del propio ser y de posesión por otro ser u otros seres –los personajes- al cabo del cual tenemos la sensación (...) de que ya no somos los mismos, de que algo en nosotros se transformó como por efecto de una revelación”. La escritura y la lectura son mundos paralelos que nos convierten en otros y que nos descubren los otros que somos nosotros mismos, los que queremos ser y los que nos negamos a ser, las figuras en el espejo, pero también las sombras detrás de las puertas.

La literatura es vista como una forma particular de conocimiento cuya verdad esencial no es limitada por la ciencia ni por el pensamiento racional. La literatura, por decirlo así, tiene la última palabra, la palabra indecible entre los labios. La literatura nos habla con todas las voces y nos propone una reconstitución de los grandes mitos de la humanidad que la ciencia atomizó en datos. En “Sabores y saberes de la literatura”, se nos dice que “si quisiera saber cómo era ser humano, es decir, cómo todas esas dimensiones eran experimentadas y vividas por nosotros, tendría que recurrir a la literatura”.

Rodrigo lee la tradición literaria costarricense mientras se lee a sí mismo, esforzándose por aclarar el sentido de su obra narrativa al mismo tiempo que la va escribiendo. Es un acto frente al espejo en el que la mano derecha se va convirtiendo en la izquierda. Son el día y la noche. En el día, el intento por encontrarle sentido a los encarnizados fantasmas que surgen en la noche y que como sombras se proyectan sobre el papel en fábulas narrativas.

“...despojarse de todos los espejos, entregarse en carne viva, renunciar a los viejos trucos y poner el corazón, las vísceras, los sesos, a latir sobre la mesa de la historia...”, dice en “Literatura y desnudez”. Por supuesto, que esta multiplicación de espejos y de identidades reproducen otras imposturas y veladuras. ¿Cuál es el rostro debajo de la máscara? ¿Cuál de las muecas es la cara verdadera del payaso? Rodrigo teme a las imposturas, pero sabe que la literatura es la peor de las imposturas y que no puede escapar de ese laberinto de espejos en que sólo el lector puede encontrar el hilo de Ariadna y atarse a un sentido que, a pesar de su validez universal, es indivisible, unigénito e individual. La última impostura es que no hay imposturas. El último impostor es el que no se reconoce en el espejo. La literatura también es una mentira, pero Rodrigo reivindica que sea una mentira sincera, que brote de la honestidad intelectual y del anhelo por compartir, al menos, porque quizá entender sea excesivo, la condición humana.

Y se pregunta, una vez más, si la literatura, tal y como la concebimos en Occidente, o al menos desde que el realismo es realismo, con Boccaccio y Dante, si expresa verdades universales, más allá de las diferencias culturales.

Rodrigo ha vencido una última resistencia, que es su aversión al intelectualismo y a la seriedad impostada. Si la mayoría de los costarricenses huimos del ridículo como de la peste, Rodrigo le teme a la seriedad. El título de estos ensayos le pone, una vez más, un bigote a la Mona Lisa, porque su autor teme ser tomado demasiado en serio o, al mismo tiempo, no ser tomado en serio en absoluto. Nos ofrece su sonrisa mientras se quita los vendajes que ocultan sus heridas y las somete a la exposición pública.

Este es, nos dice, “mi lugar en el mundo”. Mis llagas, mis dudas, mis preguntas laceradas, los aros de fuego que no quiero atravesar mientras no tengo más remedio que atravesarlo. Se agradece este esfuerzo de clarificación, de ver a los otros mientras se asoma a uno mismo. El escritor verdadero habla de los otros mientras habla de sí mismo. El falso habla de los otros cuando en realidad sólo habla de sí mismo; el escritor verdadero lee la palma de su mano y en ella encuentra el atlas de las pasiones humanas.

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